Ya sabéis lo que opino al respecto de la arqueología teatral. Para mí el teatro tiene que dialogar con el presente, tiene que decir algo a las personas que están en la platea, tiene que estar vivo. Para descubrir la historia del teatro están los libros. En mi opinión, el teatro no es un museo. Y no debe serlo.
¿Significa eso que no se pueden representar clásicos? Por supuesto que no. La mayoría de los textos griegos, por poner solo un ejemplo, siguen resultando escandalosamente pertinentes en nuestros días tanto cuando se hacen a la clásica como cuando se adaptan (a Els ocells de La Calòrica me remito).
Y es cierto que hay textos que han sido injustamente enterrados en la bruma de los tiempos por motivos variados, pero también hay otros que, simplemente, dejaron de representarse con buen criterio, porque la modernidad los atrapó, porque quedaron desfasados, porque la belleza no debería ser motivo suficiente para la exhibición.
Y, en mi opinión, esto sucede con El gran mercado del mundo de Calderón de la Barca. Líbreme diosa de afirmar que Calderón era mal dramaturgo. Al contrario. Sus textos siempre me han parecido de una belleza indiscutible, bien tramados, bien escritos, interesantes, dignos de estudio y de lectura. Algunos, como El alcalde de Zalamea o El gran teatro del mundo han resistido prácticamente ilesos el paso del tiempo y siguen resultando interesantes sobre las tablas hoy en día. Pero, en mi opinión, El gran mercado del mundo, no. Porque podemos intentar cuadrar el círculo y asociar el “mercado” del título a los “mercados” internacionales y el auge del capitalismo como se pretende en el programa de mano, obviando cualquier análisis teológico de la pieza, pero eso sería como obviar el sol un 15 de agosto en Sevilla.
En El gran mercado del mundo Calderón nos explica cómo ser buenos cristianos, cómo debemos abrazar la modestia y hacer penitencia en lugar de entregarnos en brazos de la lujuria, la gula o la vanidad. Y lo hace con indiscutible gracia, con un texto precioso lleno de imágenes y metáforas, buenos personajes y buenas situaciones, que la adaptación de Xavier Albertí no hace más que potenciar. La puesta en escena de este mercado es inteligente, interesante y divertida. Desde el inicio ante el telón negro, al ritmo del piano y con la fama volando sobre los personajes, hasta la parte central, con la atracción de feria rodante y el final ante un gran banquete.
Con un reparto cargado de talento en el que destacan sin duda Silvia Marsó, que interpreta la Culpa, el personaje que trama la caída del protagonista virtuoso, y Roberto G. Alonso, que encarna la lujuria como nadie, todo lo que sucede sobre el escenario de la Sala Gran del Nacional es digno de ver, una clase magistral de puesta en escena.
Sin embargo, al encenderse las luces de la sala me asaltó la duda. Calderón me estaba pidiendo que abandonara mis vicios y abrazara la fe verdadera, mientras que Albertí creo que me insinuaba que lo mejor que podía hacer en esta vida era irme a la feria. Quizá la solución esté en el Tibidabo, donde se puede rezar un padrenuestro desde la atalaya de cara a la basílica…