Lo he dicho más de una vez en este blog: últimamente, los musicales de calidad hay que ir a buscarlos a las salas pequeñas y los proyectos independientes. Y, para mi desgracia, confirmé esta máxima el domingo pasado. Y con Dirty Dancing, nada menos.
No os engañaré, decidí ir a ver Dirty Dancing por puro fanatismo (iba a decir nostalgia, pero no puedo tener nostalgia de una peli que acabo viendo una vez al año, o más, si me descuido). Todos tenemos nuestras debilidades y placeres insospechados, y Dirty Dancing es uno de los míos. Ahora bien, tampoco soy una ingenua y sé perfectamente de qué va esto del teatro, así que tampoco creáis que me esperaba nada del otro mundo. Tenía claro que el ritmo se resentiría (porque intentarían calcar la película, y así sucedió en muchos casos) y tenía claro que los protagonistas serían otros. Sin embargo, sí esperaba música en directo, buenas versiones musicales (la banda sonora de Dirty Dancing és un bombón), coreografías de escándalo y química entre los dos protagonistas.
Pues bien, ya podéis ir tachando todo eso de la lista.
Ni música en directo (aunque hay unos actores sobre el escenario que fingen ser una orquesta), ni coreografías de escándalo (de hecho, excepto en la escena final, donde el escenario parece la parada de Diagonal en hora punta, el espacio siempre queda bastante vacío y ni los bailarines ni las coreografías consiguen transmitir ningún tipo de intensidad) y, por supuesto, nada de química entre los protagonistas. Pero es que nada.
Aunque la falta de química se debe sin duda al desastre de dirección y adaptación de que hace gala el montaje. En cuanto a la adaptación, durante la primera parte intenta seguir a pies juntillas la película el 80 % del tiempo (aunque eso implique poner y quitar gasas para decir una frase o dar un salto). En cambio, en la segunda parte, el adaptador se dio cuenta de que se le quedaba el musical en hora y media, y decidió empezar a meter escenas de relleno y conversaciones inverosímiles entre personajes que en la peli ni se rozan (el más sonado, cuando Penny le cuenta su aborto a la madre de Baby). El 20 % de invención de la primera parte tiene que ver con la inclusión de la figura de Martin Luther King en la trama, desviando la atención al conflicto racial de la época cuando la película original (con todos sus defectos y cursilería) plantea un conflicto de clases. Pero claro, supongo que el adaptador pensó que a los burgueses que pueden pagar 60 euros para ver la obra no les interesa que les hablen de clases, sino salir muy satisfechos de que la segregación racial ya sea cosa del pasado (¿en serio?). Y en cuanto a la dirección, qué decir, el resumen sería que convierte un homenaje en parodia. Baby es torpe, patosa y medio lela excepto en el número final. Es imposible entender cómo Johnny se enamora de ella o cómo no los echan del hotel donde van a bailar. El padre de Baby es una especie de cuñado graciosete. Johnny parece salido de Grease sin rastro de la vertiente más tierna o interesante del personaje. Y, todo esto, bien aderezado con mucha pierna, mucha ropa interior y el culo desnudo (y gratuitísimo) de Johnny. Porque el público va al teatro a ver carne (porque no conocen internet, supongo).
Salí del Tívoli enfada, decepcionada y con la sensación de que me habían estafado. Simple y llanamente. Me va a costar mucho volver a ver un gran formato.