Aunque me encanta la magia (no en vano soy de la generación que se crió con Tamariz, David Copperfield y el Màgic Andreu en la tele a todas horas) reconozco que el fenómeno Antonio Díaz había pasado por debajo de mi radar. Es cierto que había visto carteles y me sonaba el nombre de El Mago Pop pero hasta ayer no supe que sale por la tele ni que lleva más de tres años con este espectáculo (supongo que es porque apenas veo la tele, y no lo digo con orgullo, solo lo aporto como dato).
El caso es que cuando hace unas días me ofrecieron la oportunidad de asistir al espectáculo de Antonio Díaz acepté por pura curiosidad y sin tener ni idea de lo que me esperaba en el Tívoli. Mi sorpresa fue mayúscula.
No recuerdo la última vez que alguien me dejó tan boquiabierta. En la hora y diez minutos que dura el espectáculo, Antonio Díaz encadena un truco tras otro a cuál más espectacular hasta dejarnos con los ojos fuera de órbita en los dos números finales. Magia de cartas y de manipulación de objetos, mentalismo, ilusionismo y escapismo, Díaz toca todos los palos y lo hace llevando los trucos siempre un paso más allá de lo que como público somos capaces de imaginar.
Y, tal y como él mismo reivindica en el momento de la despedida, lo hace con la voluntad de sacar a la magia del ámbito del entretenimiento y devolverle su categoría de arte escénica. Su espectáculo tiene ritmo, una historia, mucho sentido del humor y una evidente voluntad estética. Supongo que por eso no me ha sorprendido ver en su currículum que el mago está licenciado en interpretación por el Institut del Teatre. No solo se nota, sino que se agradece.
No voy a contaros ninguno de sus trucos porque a) no me ibais a creer y b) me niego a arrebataros el placer de descubrirlos por vosotros mismos, pero un Tívoli lleno hasta la bandera de niños y adultos con las mandíbulas desencajadas dan fe de la maestría de Antonio Díaz a la hora de hacer posible lo imposible. Un espectáculo que, sin duda, tardaré mucho en olvidar.