Lo primero que llama irremediablemente la atención de Peggy Pickit ve el rostro de Dios es su texto, un artefacto endiabladamente complejo que te lleva a preguntarte si el dramaturgo alemán Roland Schimmelpfennig, aparte de tener un talento increíble como narrador, tiene ciertas inclinaciones sádicas. Pero que nadie se asuste, no es el espectador quien sufre; al contrario, como público, Peggy Pickit es un auténtico disfrute.
La trama de Peggy Pickit ve el rostro de Dios transcurre durante una velada vespertina en la que dos matrimonios se reencuentran después de seis años sin verse. Uno de ellos ha pasado todo este tiempo llevando la típica vida burguesa europea de casa, coche, niña, mientras que el otro ha estado trabajando como cooperante en un hospital en un país indeterminado de África. Los burgueses envidian a los cooperantes su compromiso con la lucha por un mundo mejor. Los cooperantes envidian a los burgueses su estatus y posición social, su dinero, su casa. Todos tienen una visión distorsionada de África y unos prejuicios generalizados sobre el papel de los europeos blancos en ese continente. Todos tienen problemas del primer mundo y una cierta tendencia a observarse con excesivo interés su propio ombligo.
Y, con esta historia entre manos, Schimmelpfennig opta por un relato en espiral que avanza adelante y atrás en el tiempo de la velada, pone en escena tanto lo que dicen como lo que piensan los personajes y repite constantemente frases e ideas que ya se han pronunciado, pero que cambian de sentido e intención cada vez, en un trabajo finísimo de dramaturgia que se traduce de manera excelente en un complicado trabajo interpretativo y de dirección, que firma Jorge Sánchez.
Mireia Gubianas, Marta Cuenca, Toni Vives y Marc Pujol (que será relevado por Joan Sureda a partir del 24 de enero) forman un elenco que trabaja en sincronía y con una precisión quirúrgica para plasmar cada uno de los giros emotivos que presenta la historia. Destacan sin duda Gubianas y Cuenca, la burguesa y la cooperante, respectivamente, que interpretan a los dos personajes más conflictuados y con más peso en la trama, especialmente en la escena final.
Así, Peggy Pickit ve el rostro de Dios es por encima de todo una obra de texto, donde el cómo es tanto o más importante que el qué, que fascina por su complejidad sin dejar de plantear dilemas éticos y que exprime a fondo, desde un planteamiento clásico, las posibilidades de la literatura dramática, algo menos habitual de lo que podríamos pensar.